Un paso para la imaginación
Por: Luisa Elías - Septiembre 2011
Mentor: Arcadio Leos
20 min. de lectura
Era un globo de cristal y aún así nevaba dentro ¿cómo era eso posible? no existían las nubes en él, sin embargo, caían copos lentamente bañando a una mujer que deslizaba sus patines sobre un congelado lago rodeado de pinos. A penas se había calmado la tormenta, era cuestión de agitar el agua y la bailarina se empaparía de nuevo con la brisa helada; lo más sorprendente, sin duda, es que sonreía.
Teresa observaba encantada aquellos hechos tan extraños aunque no lograba comprenderlos. Tampoco sabía de dónde había sacado esa esfera: un día apareció en su habitación a lado de su cama. Desde entonces, le encantaba girar la cuerda y escuchar la canción que la hacía adormecer.
Durante las noches, la niña soñaba que era aquella que patinaba cercada por las montañas. Dentro de su fantasía, se quitaba los patines y recorría los caminos del bosque en donde se topaba con toda clase de animales. Su favorito era un venado blanco que corría libre y en cuyos cuernos colgaban campanitas de cerámica. Le gustaba perseguirlo, saltar entre los troncos caídos y escuchar el melodioso cantar de los pájaros.
Quizá era por eso que Teresa dormía tanto: se quedaba recostada sobre el sillón de la sala a un lado del televisor descompuesto y no despertaba hasta que era hora de comer. De todas maneras no había mucho que hacer en casa además de imaginar. El departamento no era muy grande, estaba en el centro de una ciudad agitada. En uno de esos edificios visiblemente abandonados en donde la renta es muy baja y el ruido muy alto. Además de la cocina y la sala, el espacio sólo contenía dos habitaciones: la de Teresa y la de su madre, ahí también descansaba Rodrigo, su marido que, aunque no era el padre de Teresa, la quería como a una hija.
Después de trabajar durante toda la noche en el bar, Rodrigo regresaba a casa agotado de cansancio en plena madrugada. Aprovechaba para ir con Teresa, cuidar que estuviera dormida y apagar la luz de noche. Pero en una de tantas ocasiones cuando entró al cuarto, se encontró con un hecho atroz: la esfera estaba rota en el suelo y la muñequita, antes contenta, ahora estaba tirada, partida en dos.
Si Teresa despertara y viera aquello seguramente lloraría. Tenía que encontrar alguna manera de sustituir aquel juguete preciado durante las pocas horas que quedaban de la noche, o bien, encontrar una excusa lo suficientemente fuerte para ocultar la triste e irrevocable realidad.
Se quedó unos minutos a lado del buró, con todo el material en las manos incluyendo el pequeño artefacto que la hacía sonar. Entretanto, Teresa estaba inmersa en un sueño que la llevaba por un bosque fantástico lleno de caballos y ardillas. Pero ahí estaban ocurriendo al mismo tiempo cosas extrañas: el venado blanco no había aparecido, el cielo nublado de pronto parecía estar a punto de desfragmentarse y los pinos se mecían, acelerados junto al viento, como péndulos de un reloj cardiaco.
Afuera, Rodrigo la entreveía con la ternura de un padre, observaba especialmente sus cabellos rubios los cuales eran muy parecidos a los de su madre. Aquellas cejas y pestañas tan claras hacían su piel blanca parecer porcelana.
Y sin embargo, a pesar de las emociones paternales que pudiera concebir hacia ella, era inevitable no pensar en su enfermedad. En el diagnostico terrible que la medicina había advertido: que ella no sería como las otras. Que no estaría, nunca, en la misma realidad que el resto. Explicaron que ella viviría en su mundo, que lo haría propio, que no compartiría jamás un sonido o una práctica parecida a la que se experimenta normalmente. Dijeron que sus recuerdos serían asimilados sólo como fotografías que interpretaría según su conveniencia. Era aquella condición física en su cabeza lo que hacía que Teresa fuera tan especial.
-¿Qué haces?- preguntó Gretchen con voz de fastidio al descubrirlo en la habitación. Rodrigo hizo una señal para evitar que dijera más, luego mostró en sus manos ensangrentadas por el vidrio la esfera rota y el cilindro musical hecho pedazos. De inmediato Gretchen comprendió que esta, después de tantos golpes, por fin se había desfragmentado. Aún así, su interés por aquel juguete distó mucho de lo que pensó Rodrigo. A diferencia de él, ella simplemente miró hacia otra parte y continuó su camino por el pasillo para buscar su delantal: la cafetería abriría en pocas horas.
-¿No te importa?- preguntó Rodrigo al verla retirarse por el pasillo -¿no crees que esto es lo único que ella realmente tiene?-
-A su edad…- respondió Gretchen mientras se amarraba el moño de tela en la nuca –yo salía a divertirme con los otros niños de la cuadra, nunca necesité de nada, jugábamos con lo que había, no vengas a decirme que mi hija necesita más para divertirse-
Pero en el fondo Rodrigo sabía que no estaría bien.
Estaban ahí los dos, mirándose frente a frente y en silencio. Uno de ellos decepcionado y la otra en una posición de frialdad inexorable. No era el mejor entorno para discutir: la ventana estaba rota del marco y se colaba el invierno empapando la habitación verduzca de un azul inhumano. Las paredes grises, los sillones viejos, la madera corroída y una que otra tela colgada para ocultar la fachada triste y pobre que tanto los deprimía a los dos. Era una habitación con la misma descripción que su relación: un matrimonio desgastado por el tiempo y rasgado por cada insulto, pensamiento o frustración por parte de uno o del otro. Habían estado cubriendo con mutismos los huecos de su cariño y permitiendo que se empolvaran aquellos besos y caricias que alguna vez los comprometieron. Ahora estaban ahí, con una esfera de cristal tan despedazada como sus corazones.
Al cabo de un momento ella se alejó por las escaleras. Por la ventana el sol asomó su primer rayo, por fin estaba amaneciendo. Rodrigo tomó la esfera y la echó a la basura; lavó sus manos y dejó correr su sangre por el drenaje.
A las nueve en punto, como siempre, la cabecita güera de Teresa se asomó a la cocina; al no encontrar lo que buscaba chilló con tal estruendo que comenzó a desesperarlo.
-Tranquila- le dijo, pero ella no escuchaba, la tensión era insoportable, apretaba los dientes –tranquila, preciosa, ¡tranquila!- continuó.
Pero ella empujaba con sus manos las sillas, tiraba de la mesa las cosas y desparramaba por todos lados los papeles -¡no!- gritó Rodrigo con la intención de reprimirla, pero Teresa envuelta en lágrimas lo único que deseaba era su preciado tesoro -¡escucha!- le pedía -¡escúchame, Teresa!- y entre la impotencia, sin comprender el porqué -…se la llevó el gigante- resolvió.
Después de esas palabras hubo un lapso en que ninguno de los dos hizo nada –fue el gigante- le repitió y, como si hubieran sido palabras mágicas, la niña se acercó a él. Era como si de pronto, cuando se hablaba de aquellas cosas tan ilógicas, ella comprendiera perfectamente. Sus ojitos verdes se quedaron clavados con interés sobre los de su padrastro, esperando, por supuesto, que dijera algo más.
-Si- continuó él, con aquellas ojeras pintadas por el desvelo –el gigante se llevó la esfera y la ha escondido, pero no te preocupes, la va a regresar…-
Entonces, la pequeña clavó su atención en un punto fijo. Se quedó sumisa ante la historia que ella misma estaba creando. En su bosque mágico lleno de nieve, predominaban las nubes agitadas que impulsaban una tormenta. Ahí estaba ella, a pocos metros del lago que el gigante había tomado con su mano y había escondido dentro de un globo redondo de cristal para llevarlo a su castillo. Retumbaba el suelo con los pasos del gran hombre barbudo, mismos con los que, al golpear los árboles, los destruía.
Mientras tanto, en el centro de la ciudad, Gretchen deambulaba por las calles. Su cabello corto, lacio y amarillo descubría su nuca en la cual llevaba amarrado un delantal celeste. Sacó un cigarro, lo colocó en su boca y se desabrochó el listón. Dobló la tela en su brazo, buscó sus cerillos y encendió el tabaco. Al llegar a la esquina del restaurante, estando justamente a unos cuantos metros de la entrada decorada con un letrero de neón apagado y unas cuantas macetas sin flores, se detuvo a pensar en su miserable vida y concluyó en que aquello no era culpa suya. ¿Cómo podría ser su error? si ella no había decidido la enfermedad de la niña, el desinterés de Rodrigo, el hundimiento económico, ni el frío que se sentía ese día. Nada de eso era decreto suyo. Era un juego que el destino le había impuesto, ella no podría luchar en su contra; como si alguna fuerza universal estuviera jugando con sus sentencias, llevándola a caer directamente en el fracaso.
El silbido de una bicicleta la distrajo: el radio de una llanta alargada y sublime, propia de un profesional, montada por un hombre siete años mayor que ella, con cejas delgadas, nariz afilada y una barbilla fina en la que se mostraban a penas unos cuantos vellos. Era su jefe, un italiano adinerado, de buen gusto y un espíritu tan libre que contagiaba su alegría y sus ganas de existir. Se detuvo justo frente a la puerta, amarró su transporte y sacó la llave para después voltear hacia ella –¡hola!- saludó animosamente –¡Gretchen!- la llamó por su nombre –que bueno que has llegado, tengo muchas ideas para reestructurar el local, ven- la invitó a pasar y movía las manos con tal emoción que parecía tener excelentes noticias.
Gretchen apagó el cigarro, entró en el restaurante y se colocó de nuevo el uniforme. Unos minutos atrás no estaba segura de si entrar a aquel recinto; había pensado que lo mejor sería irse y perderse en algún tren camino a otra ciudad de Europa, pero el simple hecho de que él la invitara a pasar, que estuviera ahí con esa cara llena de alegría, era más de lo que ella podría rechazar, era lo que necesitaba: alguien ajeno a su terrible vida que la hiciera sonreír.
-Me da mucho gusto que estés aquí- dijo él, luego comenzó a hablar y a hablar sobre sus pensamientos. Era como si un ligero coqueteo estuviera oculto en el subtexto de aquella charla sobre negocios, como si detrás de sus palabras estuviera escondida la atracción que sentían el uno por el otro. No era sólo su físico, su personalidad o su júbilo sino también el hecho de que ella se sentía vacía, desierta como un terreno abandonado y desolada como un callejón nocturno.
Y sin embargo, detrás de todo aquello, de sus acciones, de su inteligencia, de sus ideales, de sus grandiosas metas y éxitos… existía la moral. Una mujer casada, desplomada como era ella, desgastada por la indolencia y tan apagada, jamás podría llegar a ser la elegida por él.
Gretchen no tenía ni idea de que, mientras ella pensaba en ese mundo de posibilidades, Rodrigo abrazaba a Teresa con la esperanza de que durmiera de nuevo, de que se quedara un minuto quieta.
-¿Alguna vez has pensado en lo grande que puede ser un gigante?- le preguntó a su hijastra.
La niña se quedó ahí, no respondió, nunca respondía de todos modos. Aún así, su atención se quedaba pegada en algún punto del techo y se calmaba. En sus pequeñas pupilas irradiaba su reflexión. En su mundo siguió a ese hombre de gran cuerpo y pesados brazos.
-Teresa- le decía Rodrigo –los gigantes son tan altos que, para poder ver su rostro, tendrías que salir volando- Y eso fue exactamente lo que hizo, salió volando sin temor de acercarse, pues de alguna manera habría de recuperar aquel preciado mundo, aquel que era indiscutiblemente espacio suyo y de nadie más.
Al llegar a la altura de su aspecto se dio cuenta de que era aún más alto que las montañas y más feo que cualquier otra cosa que hubiera visto. Tenía doce ojos, uno de cada color y formaban en conjunto un circulo parecido al arcoíris. Teresa deseaba que devolviera el estanque, que la melodía tintineara de nuevo y que el venado blanco llegara para arquear sus campanas.
El gigante comparó a Teresa con un mosquito cualquiera y sin cobrarle importancia se fue. Se dirigió hacia el horizonte en donde usó los cerros como escaleras y desapareció en el firmamento.
Tal cual ocurre en los sueños, las montañas nevadas se transformaron en verdes pastizales de verano. Era como si aquel período gélido cambiara a conveniencia de Teresa. Miles de tulipanes crecieron paulatinamente en las lomas; colores rojos, amarillos y morados inundaron aquel campo mientras las flores despertaban y el cielo volvía a su natural color brillante.
Un cielo de medio día como el que se contemplaba a través de la ventana de la cafetería por la cual se divisaba Gretchen quien tenía el menú abrazado contra su pecho cuando escuchó la campanilla sonar para advertir a un cliente. Cuando se acercó a recibir a aquella persona, se dio cuenta de que era Ebba, una mujer extremadamente delgada y de ojos tan grandes como canicas.
Ebba hizo sonar sus tacones lo más fuerte posible antes de tomar, por fin, asiento en una de las mesas de la cafetería. Se encargó, pues, de acaparar la atención de todo el restaurante -buenos días- saludó con esa voz dura y fúnebre que solía tener. Le dirigió a Gretchen una mirada intimidante, tan severa que la obligó a soltar la carta frente a ella -¿qué pasa?- indagó -¿porqué no me saludas de vuelta?- reclamaba. Ellas no se conocían lo suficiente, de hecho nadie nunca las había presentado formalmente.
Lo único que Gretchen sabía sobre Ebba era que había estado casada con Bernard y que era la dueña de la mitad del negocio, que pocas veces visitaba el recinto pero que últimamente estaba yendo más que de costumbre. Nunca trabajó para ella, pero las otras meseras e incluso la cocinera, le tenían cierto recelo debido a su actitud imperiosa e intimidante.
-Lo siento, estoy distraída ¿quiere que llame al señor Bernard?- preguntó Gretchen intentando disimular su susto.
-No- respondió, tomó la carta y fingió leerla durante un rato. Gretchen comprendió que era mejor marcharse y avanzó unos cuantos pasos hacia el mostrador donde estaban colocados los pasteles, Ebba bajó la carta de inmediato –tráeme un café- ordenó lo lejos.
Quizá en el fondo Ebba sabía lo que Gretchen sentía por Bernard, o quizá esas órdenes precipitadas era parte de su personalidad impulsiva. Gretchen se marchó a la cocina y, mientras servía el café, deliberaba acerca de Ebba y la juzgaba como una mujer arrepentida de la decisión de divorciarse.
-Yo no lo entiendo- dijo la cocinera por lo bajo, mientras cortaba una pieza de pan –ella le pidió el divorcio y ahora está aquí todos los días esperando a que aparezca para topárselo. Lo que no sabe es que él no viene cuando intuye que ella estará aquí. A veces le llama al trabajador del local de enfrente para que le avise si está o no. Si le dicen que está, no se aparece hasta que alguien le avise que se ha marchado- indicó entre cómplices risillas.
-Posiblemente…- prosiguió Gretechen con la conversación –…bueno, tal vez, Bernard todavía en el fondo quiere estar con ella, porque si no, entonces no le dolería verla y vendría sin problema-
La cocinera continuó cortando el queso mientras Gretchen acomodaba un poco de azúcar en la charola para llevar el pedido. Pero cuando salió de la cocina Bernard estaba sentado en la mesa con Ebba y no hubo más remedio que volver dentro y preparar otra tacita más.
El café con su delicioso aroma también llegaba al olfato de Rodrigo, quien de tanto luchar contra Teresa terminó por dormirse cuando faltaban sólo unas cuantas horas para que tuviera que volver al bar.
Teresa seguía dentro de su mundo sentada en medio del campo de tulipanes. De pronto los estos comenzaron a cerrarse y a abrirse una y otra vez convirtiéndose en otras plantas diferentes: narcisos, dalias, claveles y otras combinaciones hermosas de colores. Las nubes pasaban rápido como si llevaran prisa y las mariposas jugueteaban entre los pistilos junto a los colibríes. Todo era maravilloso, la temperatura sublime y la brisa fresca encharcaba sus cabellos. Sin embargo, el venado seguía perdido y el gigante se había llevado el lago. No podía olvidarse de la esfera, así que volvió a la sala, se levantó y buscó nuevamente su artefacto de cristal.
Unos libros al caer contra el suelo despertaron a Rodrigo debido al sonido del golpe. Teresa había empujado el librero y se había caído todo lo que éste tenía dentro. La puerta se abrió nuevamente dejando entrar a Gretchen –que desastre- expresó ella –no puedes ni siquiera cuidar a la niña mientras yo me voy al trabajo-
-Yo también trabajo- replicó, luego tomó a Teresa y la colocó sobre el sillón. Gretchen no pareció notar ni siquiera que la niña estaba ahí. Únicamente se quitó el mandil y lo curvó en sus manos mientras hacía un gesto de aflicción, la hilaridad comenzó a transformarse en conmoción. Ya comenzaba de nuevo ese conteo repetitivo y esas sugestivas voces que remisamente la invitaban al suicidio.
-¡Eres una egoísta!- exclamó Rodrigo. Estaba convencido de que la actitud frívola de su mujer había acabado con lo poco que le quedaba de paciencia.
Gretchen avanzó pausadamente hacia el ventanal, desde ahí podía observar las luces de la ciudad que, como estrellas, tintineaban tan sublimes como si el universo hubiera confabulado para acomodarlas y ubicarlas en ese exacto momento.
Rodrigo se quedó quieto unos cuantos metros más atrás. Podía ver su espalda y también el reflejo de su rostro en el vidrio de la ventana. Tenía ese gesto doloroso de una mujer arrepentida e, irónicamente, también el de una mujer que ha tomado la decisión más fuerte de su vida.
Por un segundo, las luces de la ciudad dejaron de cobrar importancia. Todo en esa habitación era tan oscuro que ya ni siquiera los recuerdos podían verse.
-¿Crees que para mí ha sido fácil?- preguntó Gretchen. En realidad no quería saber la respuesta, sólo desahogarse y decirle, por primera vez, aquellos profundos sentimientos que aguardaba en su alma intranquila–…dime…- continuó -¿crees que es sencillo para mí todo esto?- se desplomó sobre el cristal y, apoyando sus muñecas sobre éste, irrumpió en un desesperado llanto tácito. Con sus ojos, parecía estar tratando de pedir auxilio, pero de sus labios no se escapaban más que esos suspiros de pesar-¡¿acaso no te has dado cuenta?!- levantó su voz -¡soy como un maldito fantasma a tu lado!- aulló –¡soy como una más! como si en cualquier momento pudieras salir a conseguirte a otra-
-No digas eso- interrumpió Rodrigo. Quería acercarse, tomar su mano, alejarla de la ventana y pedirle que ya no hablara. Suponía sus palabras y sabía que serían, por mucho, más agudas que cualquier otra cosa que hubiese escuchado antes.
-¡Busco por todos los medios agradarte!- se quejó ella. A penas notó por el reflejo que Rodrigo se acercaba, se arrodillo y siguió hablando desde el suelo –¡Te lo juro que me esfuerzo! todos los días trabajo también para salir de esta pobreza que nos encarcela. Pero tú, tú no haces nada…-
-Si lo hago- interrumpió Rodrigo –yo…-
-¡No me digas que lo haces! no me digas que lo intentas porque no te creo. No me digas que no quieres lastimarme, que me comprendes, que me quieres ni que darías lo que fuera por mí ¡porque mientes! sé que mientes. Lo noto cuando te quedas ahí frente a la cama mirándome con lástima.-
Gretchen hablaba muy apresurada, pero aún no estaba segura de si pronunciar las palabras que concluirían con aquella ineludible discusión –¡me apartas!- se tomó la frente y se fue levantando poco a poco –me apartas porque soy una rutina y no hay cariño. Porque me quieres como un artista que se enamora de una idea, de un concepto, de una musa, pero no de una mujer-
Y cuando quedaron los dos frente a frente como de costumbre, en el centro de la sala, a un lado de la mesa, bajo el candil y rodeados de los sillones verduzcos, fue él quien se atrevió a decirlo –quiero el divorcio, Gretchen- dijo.
Al escucharlo, ella se desplomó de nuevo, con una esencia solitaria, en una condición deplorable llena de amargura. Aquel terrible encuentro había concluido en la decisión más temida, pero no podía negarse. Ambos habían tocado la realidad y ahora más que nunca estaban seguros de que ese matrimonio personificaba la más afligida ruina.
Teresa aún estaba ahí, inmóvil. No advertía para nada la razón de sus gritos ni el porqué su madre sufría tanto. Sin embargo las gotas que se deslizaban por sus mejillas asemejaban a la lluvia que en ese momento estaba cayendo en su paraíso. Las nubes estaban aglomeradas como pirañas a punto de devorarla. Pronto comenzaron a tomar más sentido hasta que se transformaron en peces y uno de ellos bajó tan voraz que se la tragó. Ni siquiera volando se pudo escapar del apetito del chubasco; viajó entre el vapor de sus entrañas hasta caer en un suave cojín dentro de su estomago.
Rodrigo levantó a la niña dormida para llevarla a su habitación –¡déjala!- le exigió Gretchen –déjala en el sillón- repitió -no la muevas-
Sin intenciones de discutir, Rodrigo hizo lo que ella le pedía y continuó su camino hacia la regadera, pronto sería hora de volver al bar.
Una fila de copas de cristal aplazaban el ser pulidas. Sábado de damas, horas felices y hombres disponibles. Llegó tarde, el autobús había hecho más escalas de las habituales debido a una falla técnica. Lisa, la hija del dueño había tenido que acomodar las botellas y limpiar el local, cuando él llegó no le dirigió la palabra, sólo subió a su cuarto en el segundo piso y dejó que el Rodrigo hiciera su trabajo.
La barra de madera de caoba era sin duda lo más hermoso de la anticuada taberna. Las botellas colgaban de un estante moderno iluminado con tenue luz amarilla que daba una sensación de calidez. El parquet en el suelo, los bancos altos, la música leve, los cuadros en las paredes y la mesa de billar cubierta de un fieltro verde, liso y perfecto; era mucho mejor que estar en casa.
Las primeras en llegar fueron cuatro asiáticas turistas. Se tomaban fotos una a la otra y murmuraban en su idioma toda clase de chistes que, a juzgar por sus risas, eran extremadamente graciosos. Una de ellas hablaba un inglés perfecto, fue quién ordenó las bebidas, todas de diferentes colores para probar cada una de ellas. Luego un mar de gente inundó el lugar, movían el cuerpo tal marea al son de un ritmo electrónico.
Era tal la cantidad de gente acumulada que Rodrigo no se daba abasto, estaba repleto. Ahí estaba Henry, en la caja, contando el dinero con signos de pesos en los ojos, parecía una caja registradora. No parecía importarle nada más, no le interesaba siquiera que todo estuviera tan aglomerado que ya ni siquiera era posible salir. Una bebida tras otra, cientos de cigarros encendidos, ebrios peleando, momentos de tensión y una que otra aceituna para decorar los vasos. Comenzó a ser estresante, las cosas empezaron a escasear. Había más gente de la que podía atender y el cansancio era cada vez más fuerte. Intentó calmarse, repasando en su mente la posibilidad de adquirir para Teresa una nueva esfera de cristal. Sin importar lo que pasara, sin pensar ni por un instante en el divorcio, se quedó inmerso en la meta de adquirir una esfera, aún cuando le ardieran las manos con el limón en las cortadas en sus palmas.
-¿Qué te pasó en las manos?- preguntó de pronto la voz suave de Lisa quien estaba a su derecha. Era una joven de vientres años, a penas egresada de la universidad de negocios. Su rostro tierno y a la vez elegante estaba engalanado con unos ojos grises, enmarcado con su cabello oscuro. Sobresalían sus labios gruesos, propios de una mujer bonita –parece que te cortaste ¿no te has puesto nada? déjame ver eso- examinó preocupada tomándole de las manos.
-No es nada- respondió él, retirando de inmediato las heridas y continuando con su exuberante trabajo. –Vamos, no tomará ni un segundo- insistió ella -¡he dicho que no es nada!- gritó, las personas cercanas voltearon su mirar hacia ambos. Lisa entrecerró los ojos con incredulidad e indignación, tensó la boca y frunció las cejas. Un ligero paso hacia atrás fue el inicio de su huida.
Él ni siquiera se preocupó por seguirla, continuó y esperó a que la música opacara el estrépito de su reacción. Pronto, nadie recordó lo que había ocurrido aunque las heridas seguían ardiendo al escurrirse el vodka.
Una botella igual a la que reposaba junto a Rodrigo en la barra del bar, descansaba también a un lado de Gretchen. A través del vidrio estaba la figura distorsionada de su cuerpo echado en el sofá. La niña implorando, los perros ladrando, los vecinos riendo. Todo ese maldito eco y el mareo la hicieron reír. Era un momento de ironía ácida y retorcida –ya cállate- le decía a Teresa –ya no estés llorando- reclamaba. Se puso de pie, descalza y con el camisón teñido con alcohol. Tomando a la niña la dejó quieta sobre un banco, comenzó a caminar alrededor de ella en círculos, examinándola. Teresa estaba tan asustada que con sus manitas tomaba el cojín del asiento y apretaba fuertemente la tela. En su imaginación, ella estaba aún en el estomago de aquella nube que la engulló.
Aquel balanceo de los pies de su madre la estremecía, lo que ella veía no era a una mujer sino a un enorme tiburón que la asechaba nadando a su alrededor. Mostraba los dientes ansiosos de morderla, ya podía prever el dolor de aquellas filas puntiagudas en sus mandíbulas masticando sus brazos -¿por qué tienes miedo?- le dijo -¿de qué tienes tanto temor? si estamos navegando sin descanso en este mar y no vamos a ninguna parte- dijo el animal, aunque en el exterior fuera precisamente Gretchen quien se le iba acercando sigilosamente -¡compórtate!- instó –no quiero que muestres esos signos de debilidad frente a nadie, no quiero que estés ahí llorando como …- hizo una pausa, se detuvo contemplando a la criatura rubia, sus cabellos se movían con las olas en lo profundo de aquel tanque acuático, estaba suspendida sin ahogarse, sentada sobre el cojín en el que antes había dormido tan plácidamente –…como una niña- susurró Gretchen, acercando su mano hasta tocar la mejilla de su hija y proseguir con abrazo cálido.
Por primera vez en mucho tiempo, y muy a pesar del reconocible olor a vodka, Gretchen estrechó a su pequeña. La tuvo entre sus brazos como si se tuviera a sí misma, como si la consolara en su terrible pérdida, como si fuera ella la que se sintiera tan estúpida y como si en el fondo de su corazón estuviera oculta aquella madre alegre y llena de bondades. Fue ese calor humano y la sensación de comprensión lo que convirtió al tiburón en una sirena y logró que el agua del pozo se liberara por completo y dejara de ahogarlas a ambas. Aún cuando Teresa no parpadeara, aún cuando no dijera nada, Gretchen entendía cada uno de sus pensamientos. Decidió que dormiría a su lado, que la arroparía en su cama y que velaría por su sueño para que ambas pudieran descansar.
A las cuatro de la mañana el bar se quedó sin gente. Las hermosas asiáticas, las primeras en llegar, fueron las últimas en irse. Insistieron en fotografiarse en la calle a un lado de Rodrigo, él aceptó, salió y, justo cuando abordaron el taxi, él entró nuevamente para tomar su abrigo con la intensión de marcharse lo más pronto posible para alcanzar el autobús. Lisa barría lo que quedaba en el suelo después de la tremenda fiesta.
Como si ella no existiera, él prosiguió con su camino. Se dio el lujo de silbar con tranquilidad para quebrar esa energía tensionarte que se había formado entre ellos.
-Así que ya te vas- le preguntó. Él asintió y sin decir palabra se fue encaminando poco a poco hacia la siguiente cuadra.
Rodrigo era un hombre educado y susceptible, pero entender a los demás no era algo que se le diera mucho. Lo más complicado era tomar decisiones que involucraran sus sentimientos, sobretodo si se trataba de relaciones. Por eso huyó de Lisa sin disculparse, sin querer tocar el tema, pretendiendo que ella hiciera lo mismo.
Una vez en el autobús, en aquel frío compartimiento vacío, se dio la libertad de divagar con respecto a ella. De entrar en esa peligrosa dimensión de reflexión ilusoria en la que una persona se confunde. La conocía bien, no sólo por su trabajo sino por la interacción de amistad que comúnmente tenían. Se preguntaba, primero que nada, para qué quería curarlo; esas cortadas leves seguramente podrían ser mejor entendidas por alguien diferente y con menos expectativas. Una persona con el mismo fracaso amoroso que él, una mujer de más aguante, posiblemente divorciada, con la necesidad de un hombre trabajador. Una muchacha más conformista y no tan exigente como ella o como Gretchen.
La verdad es que nunca hubiera pensado que alguna vez decidiría dejar a su esposa. Se llegó a preguntar si lo dicho en aquella discusión habría sido necesario. Durante todo su noviazgo y matrimonio había correspondido. Tantos años con ella transformaron la monotonía en una costumbre confortable de la cual no estaba seguro si mudarse. Después de todo, los problemas jamás fueron tan terribles. Incluso podría soportar aquellos arranques depresivos si ella prometiera dejar el alcohol.
Por la ventana, las calles parecían interminables. Mentalmente, él estaba construyendo un resguardo. No cabía duda alguna de que Lisa lo quería y de que aquellas atenciones eran parte de una comunicación subliminal. La muchacha nunca lo diría textualmente, pero estaba dispuesta a callar su afecto y transmitirlo con cariños.
De pronto se sintió en uno de esos cuentos que le contaba a Teresa. Una de esas mágicas historias de gigantes y enanos. Sonrió, pues le hubiera gustado que fuera tan fácil para él cambiar su percepción como lo era para ella. Así pues, mientras Rodrigo concluía en que el autobús era en realidad donde se sentía seguro, Teresa, en su imaginación ambiciosa, estaba aún sentada en un cojín de plumas flotando en la inmensidad del mar.
La sirena estaba dormida con sus brazos cruzados sobre la tela y tenía el rostro oculto entre ellos. Era momento de buscar al gigante y acabar, de una vez por todas, con aquella incertidumbre. Con cuidado se bajó de la almohada y al sumergirse nadó infinitamente hacia el fondo hasta que encontró una cueva. Dentro de ella, navegó unos cuantos metros entre las rocas y poco a poco aquel subterráneo marino se fue abriendo paso a una caverna. Sacó la cabeza tomando aire. El matiz azulado predominaba mezclándose con verdes opacos. Estaba lleno de pececillos, algunos de ellos resplandecían en la oscuridad haciendo un espectáculo de luces brillantes.
Desde el techo se formaban estalactitas de roca y cristal. Desde sus picudas puntas de vez en cuando caían gotas chispoteando en la cabeza de la niña. Pronto encontró la manera de llegar hacia la orilla y comenzar a caminar por tierra firme.
Aquella cueva era oscura y húmeda, casi tanto como el pasillo del edificio por el cual caminaba Rodrigo. Cuando entró y fijó los ojos en ellas, una borracha y la otra perdida en aquel mundo interno, enfureció. Despertó a su mujer de un tirón del brazo y la lanzó hacia la izquierda. Ella se tambaleó pero logró quedar en pie.
Rodrigo tomó a la niña entre sus brazos -¡no eres apta para ser su madre!- le gritó. Pero Gretchen no permitiría que le quitara a su hija así. Lo conocía bien, sabía que cuando él se fuera se la llevaría –¡deja a mi hija en el sillón!- le ordenó. Él desobedeció y siguió su camino hacia el pasillo. El escándalo se llevó a cabo afuera del departamento, ni una sola presencia interrumpió su discusión.
-¡Es mi hija!- gritó la mujer –no puedes llevártela-
-¡Mírate! ¿qué no ves en que condiciones te encuentras? ella hubiera podido morir y ni siquiera te hubieras dado cuenta- recalcó.
-No vengas a decirme eso ¿quién crees que eres para juzgarme de esa manera?-
Fue entonces que Rodrigo abrazó a Teresa aún más fuerte. Le parecía absurda la pregunta que su mismísima esposa acababa de hacer. Pero Gretchen no estaba dispuesta a ceder. En el fondo ella pensaba que él no tenía nada que ver con la niña.
-¿Crees, de veras, que por ser su madre tienes derecho a decidir lo que ella siente?- cuestionó -¿eres capaz de pensar que tú, si, tú, eres lo único que necesita…?- bajó la mirada decepcionado, declarando lo más profundo de su sentir – Gretchen, nunca pensé que te convertirías en esto, cuando te conocí tus ojos estaban siempre vivaces, atentos a convertir el carbón en diamantes -
-Yo sigo siendo la misma, no soy yo la culpable ¡es este maldito infierno que vivo todos los días!-
Las paredes rebotaban el sonido de sus voces. Teresa estaba en aquel vaivén de realidades, por un lado imaginaba aquella sirena dormida, bajo la terrible maldición de convertirse en un tiburón espantoso capaz de morder a cualquiera. Y por otro lado, caminaba perdida en una cueva llena de resonantes alaridos. Sabía que algo extraño pasaba, pero continuó inmiscuyéndose, quería encontrar lo que se escondía dentro.
-¡No vengas a decirme que me conoces, que te importo o que me entiendes, porque tu no entiendes nada!- continuaba gritando Gretchen.
Un extraño relámpago iluminó el ambiente, así descubrió Teresa que las paredes de la gruta estaban hechas de hielo y no de roca. La silueta del tiburón al otro lado del muro la acosaba incesante.
-¡Quiero que te largues de esta casa de una buena vez!- continuaba diciendo -¡pero quiero que dejes a mi hija en paz!-
Una pequeña grieta se formó en el mundo de la niña. Gretchen le arrebató a criatura a su padrastro.
-No hay problema- aceptó Rodrigo –Me voy-
Aún cuando sabía que no se iría sin la niña, que volvería eventualmente por ella, salió del edificio cuan rápido pudo y tomó nuevamente el autobús. Una vez a bordo, descubriendo la ciudad como si fuera un video en reversa, viviendo la monotonía de ese trayecto al trabajo, viendo pasar a la gente saliendo con un café en la mañana, tan diferentes a él: estables, un camino fijo y un objetivo en mente. Se sintió ajeno a la humanidad y a ese mundo que ellos habían construido.
Cuando Lisa salió para ir a la iglesia llevaba su cabello envuelto con un pañuelo rojo. Lo vio sentado en los escalones del bar, la estaba esperando. A penas se volteó hacia ella, Rodrigo comenzó a hablar.
-Vengo a disculparme- confesó él con una voz casi robótica –vengo a decirte que lamento haber gritado, que tuve miedo, que soy un idiota, que sabes lo que siento pero que no pude decirlo. Que mis heridas duelen mucho, que me ardían cada vez más, que me hubiera encantado que las curaras, pero que me siento inseguro. Que te has convertido en mi excusa para venir al trabajo. Que al principio no te veía así pero que ahora entiendo que eres una mujer. Comprendo también que yo soy un ser humano. Que vivo una realidad diferente, pero que puedo hacerla propia y que deseo, ante todo, estar contigo y que me perdones-
Lo atraía el pañuelo rojo, que casualmente era de la misma tela de la que estaba hecho el pañuelo que Ebba, quien estaba en ese mismo instante sentada esperando, como siempre, a Bernard.
-Domingo de casualidades- dijo la cocinera al ver de reojo por la ventanilla a la mujer.
Teresa, que había acompañado obligatoriamente a su madre al trabajo, estaba sentada probando un salero e intentaba descifrar porqué no sabía como la nieve. Mientras tanto, Gretchen sostenía una charola redonda de color marrón.
-Quizá Rodrigo no volverá a casa- dijo Gretchen a la cocinera –quizá cometí el peor error al lanzarlo a la calle, quizá tiene razón, soy una egoísta-
La cocinera continuó cortando el queso. Siempre hacía lo mismo, escuchaba las quejas de la joven mientras que, con sus años de experiencia, se recordaba ella misma –no le enciendas velas a un muerto pues él no volverá para apagar el fuego- dijo ella –no esperes en vano que regrese aquel amor que alguna vez sentiste o terminarás como ella- murmuraba mientras señalaba con la vista –si, como Ebba, quien sigue engañada pensando en que el jefe volverá un día y olvidará de pronto cómo ella lo lastimó-
Gretchen observaba, se preguntaba si terminaría al igual que ella. Si en algún momento se arrepentiría de aquella decisión tan fuerte. Y de pronto la comprendió por completo, entendió que estaba ahí intentando recuperar lo que alguna vez le perteneció y que ahora extrañaba tanto. No podía culparla más, era esa situación empática. Seguramente, ella también, en algún momento, se sintió igual de arrepentida. Al ver al dueño del local de enfrente echar un vistazo hacia la cafetería mientras hablaba por teléfono, no pudo evitar sonreír. Al parecer Teresa no era la única que imaginaba, ellas también lo hacían y deseaban que ese mundo traspasara hacia la realidad. Anhelaban que como fuera, aquella esperanza nunca muerta, triunfara por primera vez. Atreverse a dar un paso para creer en ella.
Así pues, Teresa permaneció en la cueva durante días, esperaba que alguien llegara a rescatarla o le indicara una salida. Nadie cruzó el estanque para encontrarla. De regreso a casa, Gretchen se sentó frente al ventanal de la sala, bebiendo, bebiendo mucho, como si el alcohol fuera a extinguirse. Rodrigo seguía dando vueltas en aquel autobús que rondaba de un lado a otro. Pensaba en Lisa, en su propio pasado y en las ventanas sucias. No era más que un autobús: aquella situación no era más que un autobús que pasaría eventualmente para dar inicio a una nueva etapa de su vida. Lo pensó detenidamente y cuando por fin decidió bajar, lo hizo frente a la juguetería.
-Teresa- dijo Gretchen desde el nostálgico balcón -¿sabes qué tan altos son los gigantes?-
Y en la cabeza de la niña el hielo se rompió dejando pasar una mano enorme. Se subió a la palma y se recostó mientras el ser enorme de ojos de colores como el arcoíris la elevaba frente a su rostro.
Rodrigo respondió desde la puerta –los gigantes son tan altos que para verlos a los ojos tendrías que salir volando-
Y la niña, en su mente, salió volando y lo miró directamente aún cuando su asimetría fuera enigmática.
Rodrigo se colocó frente a ella, frente a la pequeña niña a la que quería como a una hija y extendió a ella una esfera de cristal llena de agua y nieve. Ahí estaba, en el centro de la esfera, el venado blanco en cuyos cuernos colgaban campanitas de cerámica, ese animalito tan peculiar que nunca antes había visto en la realidad pero si en su imaginación y que ahora estaba ahí para hacer sonar la música y proteger su felicidad.
-FIN-