Acerca de Eliza

 

Por: Luisa Elías - Septiembre 2011
Mentor: Arcadio Leos

20 min. de lectura

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Ella era alta y delgada. Sus pestañas, como un par de abanicos abiertos, daban la sensación de que sus ojos eran tan profundos y misteriosos como una caverna marina. Su pupila, de un tenue verde casi celeste, tenía un lindo contorno azulado. Me daba la sensación de que Eliza siempre tenía algo nuevo que contar y cuando lo hacía, lo expresaba con tal nostalgia que era como escuchar las olas y sentirlas ir y venir entre mis pies.

Su cabello, tan largo que llegaba hasta su cintura, era rizado, despeinado por el viento y muy suave. A veces, cuando ella se recostaba sobre mí, yo acariciaba sus puntas y las peinaba con los dedos. Éramos dos amantes entregados completamente el uno al otro.

Nunca me he considerado a mi mismo un galán de película. Mis ojos sin chiste y mis manos grandes y torpes no son la descripción de un hombre galante ni mucho menos.

Vivíamos en la bahía, a unos cuantos kilómetros del pueblo de San Andrés. Nuestra modesta sala tenía un ventanal que daba directamente hacia el oleaje.

—Rodrigo— me dijo una tarde, mientras ambos descansábamos en la hamaca, bajo el techo de palma afuera de la casa, —¿alguna vez has pensado en cómo será la vida en quinientos años?— suspiró.

Su pregunta me tomó por sorpresa. El viento nos mecía lentamente mientras estábamos suspendidos en el tejido de cuerdas que yo mismo había amarrado. Guardé silencio, toqué lentamente su brazo y quedando inmerso en aquella filosófica pregunta pensé en política, naves voladoras, torres altas y extraterrestres.

Luego, abrazada de mi pecho, ella movió su cabeza un poco hacía arriba, permitiendo así que, por la inclinación de sus ojos, ella pudiera mirar mi rostro. Aún estaba esperando una contestación.

—No lo sé— respondí—. No me imagino una vida más allá de este segundo, no sé que pasará mañana y no quiero pensar en que pasará en quinientos años.

—Yo tampoco lo sé— me dijo conteniendo su emoción —pero sería maravilloso poder dormir ¿no crees? para despertar en quinientos años.

Besé su frente, su mejilla, sus manos, sus hombros, su cuello y finalmente, cuando la tenía refugiada contra mi pecho y estaba a punto de besar sus labios me reflejé en el brillo de sus ojos y comprendí que estaba llorando. No derramaba lágrima alguna, pero aquel centelleo era la consecuencia del sollozo interno que sufría su alma.

No podía acostumbrarme; aún cuando desde que la conocí era siempre lo mismo. Aquel sentimiento de imposibilidad y tortura que sentía yo también, al tener a aquella mujer encantadora, de tremenda inteligencia y perspicacia, pero tan débil como un pez fuera del agua y tan apagada como una vela en el fondo del mar.

Eliza, a los siete años, había perdido la posibilidad de caminar e iba perdiendo, poco a poco, otras facultades de su cuerpo. No podía mover ni siquiera un músculo, ni un hueso, ni un nervio. Sus sensuales piernas que tanto me fascinaban eran sólo el vestigio de lo que alguna vez le permitió correr. Aquel motor que la condujo en su niñez por todas partes, se transformó en su mayor motivo de aflicción.

—Tal vez en quinientos años, alguien, en algún laboratorio, descubra una cura para mí—, resolvió y se quedó quieta, apoyando su oreja sobre mi pecho, escuchando los latidos de mi corazón y observando las estrellas pegadas en la nebulosa del espacio que tan claramente se veía desde nuestra posición.

Por la mañana la recosté en el sofá frente a la ventana. Con ella estaba Gino, un pequeño cachorro de raza Collie que yo, días antes, le había regalado para hacerle compañía.

Me fui, como de costumbre, a la empacadora. Mi trabajo era monótono y para algunos aburrido. Yo me había conformado con ese trabajo porque nos daba lo suficiente para comer, para mantener nuestra pequeña casa y me dejaba tiempo para estar con Eliza.

No me interesaba subir de puesto o tener una vida ocupada. No era como los demás, que se dedicaban a viajar de un lado a otro para conseguir trabajos especiales que les dejaran la mayor cantidad de dinero posible. De hecho, me importaba poco el dinero, los lujos o la competencia social. Nunca preguntaba a mis amigos sobre sus logros laborales, no me interesaba capacitarme para un nuevo puesto ni perseguir oportunidades o recompensas. Yo era un simple técnico de mantenimiento que se pasaba las jornadas reparando y limpiando la maquinaria. No tenía ni siquiera el cargo más alto, sino el de auxiliar.

Si el ingeniero Guerra necesitaba algo especial me llamaba para ayudarlo, si no, entonces podía irme temprano y ver a mi mujer, con eso bastaba.

Así pues, era verano cuando, ese día, dejé a Eliza dormida con el perro echado sobre su vientre y el oleaje yendo y viniendo como siempre; pensé que sería como cualquier otra tarde, que llegaría al trabajo, que habría que limpiar las maquinas y que saludaría al ingeniero mientras él hacía lo suyo. Pero cuando llegué las maquinas estaban apagadas, la gente estaba a un lado de sus respectivos puestos en la banda de ensamblaje y los altos directivos estaban al frente, sobre la tarima de metal que siempre usaban para dar discursos.

Lo que verdaderamente me sorprendió era que todos estaban mirando al suelo, con las manos descansando. Todos mostraban sus respetos: el ingeniero había muerto.

No puedo decir, como dijeron muchos en ese momento, que el ingeniero y yo éramos buenos amigos. Porque en realidad nunca lo conocí lo suficiente. De hecho, tengo buenos recuerdos de su persona y puedo afirmar que era simpático, gentil y que me enseñó muchas de las cosas por las cuales el jefe me asignó su puesto.

Dicen que días antes de que le diera aquel furtivo infarto, él quizá había presentido su muerte, pues había hablado en privado con el dueño de la empacadora y me había recomendado para suplirlo en caso de que algún día se ausentara y así fue. Acepté.

Cuando regresé a casa, sin saber si aquella noticia sería buena o mala para Eliza, me encontré con otra desgracia. A penas crucé el umbral encontré al perrito lastimado y a mi mujer histérica —¡estaba jugando y se le cayó encima una de las cajas! —gritaba preocupada.

Me di la prisa y cargué al animalito: me encargué de curarlo. Su pata estaba rota, posiblemente no para siempre, pero lo suficientemente rota como para que le doliera mucho al intentar moverla.

Marqué a la ciudad. Quería asegurarme de haber curado bien al perro, antes lo había hecho con otros animales de la granja cuando era más joven.

—El veterinario dijo que Gino estaría bien —le notifiqué a Eliza colgando el teléfono.

—Eso dijo de mí el doctor hace quince años —respondió ella mientras abrazaba a Gino y lo mecía entre sus brazos —¡tremendo susto que me has dado, travieso! Sin ustedes me muero —exclamó.

Cuando a la hora de la cena conté a Eliza lo que había ocurrido con el ingeniero, lo tomó de la misma manera que yo. No podíamos festejar sabiendo que mi puesto, mejor remunerado aún cuando trabajara la misma cantidad de horas, era el resultado de la muerte de una persona tan compasiva.

—Quiero que mañana lleves a Gino contigo a San Andrés, que lo vea el veterinario y que te de algo para que no le duela tanto al moverse ¡pobrecito, chilla mucho!

No pude negarme. No mientras llevara puesto aquel vestido blanco, amplio y precioso que al oscilar con el viento era confundible con la espuma del mar.

Al día siguiente hice lo que me pidió, llevé al perro al veterinario y después lo llevé al trabajo. El supervisor me dejó tenerlo conmigo en el área de reparación mientras no estorbara o saliera del lugar bajo ninguna circunstancia; —¡ni aunque se esté quemando el edificio quiero ver a esa "bestia" en alguna de las otras áreas limpias de la empacadora, Rodrigo! —gimió, solía exagerar mucho y recalcó: —¡ni aunque se esté quemando!

No pude más que reírme y continuar con el trabajo. Poniéndome al día con la carpeta del ingeniero, observando las piezas, tratando de comprenderlas, de solucionar problemas.

Al leer la carpeta me sentí como un escriba tratando de descifrar antiguos pergaminos. En cada uno de esos cuadernillos había diferentes notas, y todas estaban recalcadas bajo la etiqueta de "importante".

Me parecía incluso sentir como Gino me miraba desde la esquina, en donde se encontraba descansando, sintiendo lástima por mí. Cientos de hojas multicolores formaban pilas de instructivos, peticiones, cartas y planos.

Moví todo lo que estaba sobre el escritorio, decidí que aunque esa noche llegara tarde, terminaría de una vez de revisar cada tarjeta, servilleta y pliego.

Las horas transcurrieron una tras otra, al principio tan aburridas como cualquier otra en el trabajo, pero poco a poco y entre más leía de todo aquello comencé a interesarme. Estaba aprendiendo; irónicamente, aún después de su muerte, el ingeniero continuaba instruyéndome. Llamé a Eliza, le pedí que no me esperara, que durmiera; le dije que el perro estaba bien. Le dije que no llegaríamos hasta la madrugada, que podía estar tranquila y ella lo entendió. Pero no llegué en la madrugada, ni a la tarde, ni al día siguiente. Mis ojos se cerraban lentamente, pero no podía... ¡no debía dejar de leer!

Acabé todos los libros, todos y cada uno de ellos. Me alejé del mundo, del tiempo, del espacio y por un segundo, por una extraña milésima de segundo, sentí que estaba quinientos años más delante. Que estaba viendo, sin darme cuenta, lo que Eliza había visto aquella noche que me preguntó sobre el futuro. No estaba viendo un futuro distante e imposible, sino uno real, uno tangible, uno que podríamos lograr si lo quisiéramos.

Me dejé ir en aquella balsa de imaginación y suspiré. Por primera vez conocí lo que todos llamaban ambición.

Nuevamente crucé la puerta de mi casa. Ahí estaba Eliza sobre el sillón, dormida. La silla de ruedas a su lado tenía la cobija de Gino dispuesta a recibirlo. Sentándome a su lado la contemplé. Ella era perfecta, una maquina extraordinaria que el hombre jamás podría imitar. Estaba hecha de tal manera que funcionaba incluso sin saberlo, sin requerir conexiones, dándose a sí misma su propio mantenimiento y brillando para mí sin necesidad de luz; me contagiaba sus vibras, su calor y su energía. La miré con amor, con el mismo que acaricié sus dedos y que me incliné a posar sobre sus labios un beso suave, humano, pulcro. Con el mismo amor que recorrí sus dañadas piernas y las figuré como una maquina descompuesta a la cual tenía la capacidad de reparar.

Todo este tiempo sintiéndome falto a mi honor e impotente por no poder ayudarla. Todo este tiempo teniendo a mi lado a aquel hombre, que sin percatarme, intentó decirme durante su vida que era posible que ella volviera a caminar.

No comenté nada durante el desayuno. Disimulé cada palabra, segundo y reacción. No se lo dije.

Me marché a la empacadora. A veces me llevaba a Gino, se sentaba ahí a mirarme trabajar. Otros días lo compartía con Eliza, no podía estar con ambos. Llegaba a la casa, me echaba con ella en la hamaca, le hablaba sobre San Andrés y sobre la playa. La escuchaba contarme historias, leerme libros y murmurarme al oído.

Por fin un día acabé. Cuando terminé de crear aquel aparato me sentí extraño. Lo había estado armando desde hacía mucho tiempo. Había abusado de la incapacidad de Gino para probarlo incluso en él. Ahora estaba terminado. Tenía frente a mí una obra de arte; ingeniería pura basada en los hallazgos de aquel buen hombre que, he llegado a pensar, dejó su legado preparado para mí. La tenía al frente, preparada para funcionar, limpia y esbelta. Eran dos soportes para Eliza. Los monté en la parte de atrás de la camioneta escondidos dentro de una caja y conduje a casa, nervioso.

-—Eliza... —inicié la conversación mientras estábamos echados en la hamaca, —¿alguna vez has pensado cómo sería el mundo en quinientos años?

—Creo que para entonces ambos estaremos muertos —, me respondió.

—Eliza... —repetí con mayor determinación, —Pero si existiera un hombre que descubriera aquello que tu tanto anhelas, si aquel hombre descubriera la manera de hacerte caminar ¿dejarías que lo intentara?—indagué bajo un disfraz de filosofo.

Ella, pensándolo por unos segundos, rascó lentamente mi brazo con sus uñas largas. Pensé que respondería pero no lo hizo, así que insistí —Eliza, — dije entre sus labios —¿Y si aquel hombre que descubriera la forma de hacer caminar a una mujer fuera yo ¿qué harías? —insistí.

Se sobresaltó. Me miró con espanto, negó lentamente. —No vayas a pensar que yo...— no completaba la frase, si rostro estaba aterrorizado y avergonzado a la vez, —no vayas a pensar que yo estoy pidiéndote tal cosa ¡no quiero que mal interpretes mis palabras! Rodrigo, no quiero por ningún motivo que tu... —dudaba —que tu... —se trabó,  estaba apenada de tan sólo pensar que aquello era tan imposible que estaría obrando de mala fe al solicitarlo. —No quiero que pienses ni siquiera en dejar tu trabajo y entrar a esas cuestiones, ¡estamos mejor que nunca con tu puesto en la empacadora! —exclamó —No se te ocurra renunciar para irte a perseguir un sueño tan ridículo como ese. ¿Qué más da después de todo lo que yo piense? —rió con ironía, consternada al pensar que quizá me había lastimado al decir todo eso. —Te amo Rodrigo. Y a pesar de todo sé, que aún dañada como estoy, tu me amas a mí ¿verdad?

—Sí, te amo —afirmé. Dudé en decirle que tenía la solución en la cajuela de la camioneta. Que no la encontré tan casualmente como esperaba. Que tardé todo este año en hacerlo. Que había utilizado al perro para hacer experimentos y que por eso el pobre animal se había acostumbrado a la muleta ¡me sentí terrible! porque temía que ella no lo quisiera, que no lo comprendiera o que tuviera miedo.

Debí hacer alguna expresión, porque cuando miró mis labios se alejó un poco: ella misma descubrió que ocultaba algo.

—¿Qué está pasando, Rodrigo?-

Sus rojizos labios no me permitieron callar más mi historia. Decidí que sentarla en la sala, junto a la ventana que a ella tanto le gustaba, era la mejor opción.

—Espera aquí —le pedí y salí casi corriendo.

Fui a la camioneta, saqué la caja y la llevé dentro. Cuando la abrí, el contenido la asombró.

Yo mismo las había fabricado. Yo mismo con la ayuda de Gino había descubierto una forma de conectar aquella maquina a mi mujer.

Durante segundos no habló. Me miró a mí y después a las piernas un par de veces. Sus ojos comenzaron a tener ese peculiar brillo de las lágrimas a punto de salir. Estaba asustada de no entender.

—Aún debo pedir que las conecten —advertí.

Con su voz quebrada y algo asustada se mantenía quieta y musitó—: ¿a mí? —tosió y preguntó de nuevo con una mirada inocente —¿Conectarlas a mí?

—Si —esperaba su reacción —a ti.

Unos cuantos ajustes, un médico que prestara el servicio, y ella tendría dentro de sus piernas un arnés casi natural.

Asintió, asintió varias veces y echó a llorar sin contenerlo más. —Es arriesgado, Rodrigo, lo sé —pronunció entre sollozos. Ambos sabíamos que era eso mejor que el cruel destino..

Fuimos a San Andrés pero los doctores, fascinados por mi descubrimiento, decidieron hacer la operación en San José, pues, según comentaban, era un lugar mucho más adecuado. Esperé afuera, nervioso.

La voz de una reportera a mi lado comenzaba a desesperarme —Estamos aquí a lado de Rodrigo, un humilde técnico de mantenimiento que ha descubierto, gracias a los esfuerzos del Ingeniero Joaquín Guerra, su supervisor, una forma de devolver a su esposa la movilidad —decía, —han transcurrido siete horas desde que Eliza, de veintidós años y originaria de San Andrés ingresó al hospital de la capital— la cámara me enfocó gradualmente.

No era mi mejor perfil, tenía ojeras, mordía la uña de mi pulgar, estaba desesperado y quería que Gino estuviera ahí. Dar una entrevista me parecía inadecuado, fuera de lugar. No hablé, no tenía comentarios. Le dije que no, que no quería decir nada. Estaba hostigado ¡no quería verla!

—¡No quiero decir nada! —declaré, ella se molestó. No fui amable ni discreto.

Yo no lo hacía por los medios y ellos no estaban ahí para apoyarme. La realidad era que me necesitaban y pensaban que yo también los necesitaba a ellos. No me creían, no era el primero que lo intentaba. Era sólo un técnico de mantenimiento ¡no era nadie! estaban ahí porque, si por azares del destino, yo descubriera algo ellos serían los dueños de una primicia que cambiaría al mundo.

Hubiera afirmado todo lo que esa reportera dijera, porque, dentro de lo que cabe, siempre he sido amable y servicial. Hubiera dejado que se llevara su historia para que la vendiera. Pero en ese momento lo último que quería saber era sobre historias y periódicos digitales. Quería que mi mujer, que estaba dentro de un quirófano desde hace siete horas, volviera a caminar.

La reportera, indignada, se fue. Escuché al otro lado de la puerta algunos insultos para mí. Al cabo de una hora llegó otra.

Ella era diferente. Lejos de decir nada se quedó conmigo un rato. Parecía preocupada por Eliza. No estaba ahí por la noticia, estaba ahí porque realmente deseaba, con empatía, que Eliza volviera a caminar.

—Está siendo valiente —dijo por fin. Luego de un silencio que invadió el pasillo por más de media hora mientras nos mirábamos el uno al otro.

—Ambos —confesé, —porque si la pierdo se me acaba la vida, y si no camina también.

—¿Es el miedo de fallar por ella, verdad? el ego se queda a parte en historias como la de usted.

Sentí que me entendía. Ella me explicó quién era, era periodista, feminista, activista y me dejó su tarjeta. Suspiré, la guardé en mi cartera y me olvidé de ella como se olvida cualquier persona de la publicidad que no necesita. Una parte de mí, aún creía que el mundo hace todo por dinero.

Dos horas más tarde el doctor salió caminando. Caminaba por el pasillo blanco y eterno hacia mi encuentro.

Su rostro aparentemente triste me consternó ¿sería aquel hombre el portador de malas noticias? nadie me había dicho nada desde que Eliza entró en aquel lugar.

Cuando sus pies estuvieron a pocos centímetros de los míos me puse pie, lo miré fijamente y me pidió que lo acompañara. El trayecto se hizo aún más largo.

No quiso decirme nada hasta que no lo viera con mis propios ojos. Era mi responsabilidad, después de todo yo había inventado el aparato. Las puertas eléctricas se abrieron frente a ambos permitiéndome pasar a un laboratorio en donde algunos estudiantes con batas blancas y azules tomaban anotaciones. Estaban serios, mirando la ventana al frente. Ahí estaba Eliza, sentada en la mesa del quirófano mientras una enfermera movía con sus manos sus piernas y las doblaba una y otra vez. Luego, como un milagro científico, ella las movió sola: doblaba una rodilla y giraba un talón. Era como ver el mar en nuestra sala, como sentir el oleaje, como escuchar sus historias, como contemplarla dormida. Era toda la belleza que necesitaba para continuar con vida. Era toda, toda la belleza.

Una semana más tarde salimos caminando por la puerta del hospital, los reporteros estaban con sus enormes cámaras lanzando destellos y pidiendo respuestas -¡señor, por favor!- decían. Ahí estaba la reportera malhumorada y su equipo de producción, seguramente odiándome. Reconocí a la otra, sus ojos rasgados eran inconfundibles, a ella si la saludé.

A partir de ese momento nos convertimos en personas completamente diferentes. Íbamos a cenas con personas importantes. Políticos, médicos, analistas y comunicólogos invocaban nuestra presencia en reuniones y conferencias. Salimos en revistas, nos llamaron la pareja biónica, nos amaban. El sistema se implementó con éxito tanto en niños como en adultos. Ganábamos dinero, viajábamos y soñábamos.

No voy a mentir: me acostumbré. Fue más fácil de lo que creí disfrutar el sabor de la buena comida y beber vino exquisito. Ni yo mismo me enteré, pero un día llegué a entender que vivía el sueño de muchos.

Al pasar de los años, todo continuó su curso. Las piernas de mi esposa se fueron perfeccionando gracias a los esfuerzos de los médicos que se enamoraron del sistema.

Nos mirábamos el uno al otro, como siempre, tumbados en un sillón. Pero ya no era la casa de madera que tuvimos al principio sino una nueva, más grande en el centro de San José, decorada con lujo y con un largo jardín lleno de rosas. Ya no teníamos la hamaca ni la silla de ruedas.

Una noche, mientras Eliza dormía, reflexioné. El perro se echó en medio de ambos, su pesado cuerpo ya no cabía entre nosotros como cuando cachorro. Tantos años en lo mismo habían sacado de mí habilidades que ni yo sabía que escondía. Pasé de ser un técnico, ese hombre ingenuo y manso, a ser otro. Me había transformado lo suficiente como para actuar con precisión.

Cuando Eliza cumplió treintaicinco años le compré un auto blanco y novedoso. Sacó a pasear a Gino por las enormes avenidas, el perro sacaba la lengua mirando el trayecto. Tanto tiempo conviviendo con él me hizo darme cuenta de que los animales ven el mundo de una manera diferente a los humanos.

Nos amaba, estoy seguro de que ese perro nos quería tanto como nosotros a él. Eliza volvió de su paseo, él entró a su lado, moviendo la cola y buscando su plato de agua. Le hice un cariño y agradecí su compañía, después de todo era mi socio, mi auxiliar, mi compañero.

Pero un día después, cuando regresé de correr, encontré a Eliza tendida en el suelo con Gino entre los brazos. Estaba histérica, pero esta vez no pudo decirme que el perro había estado jugando, que se le cayó una caja encima o que llamara al veterinario porque ya no era necesario.

—Era un perrito bueno. Aún ya viejo, siempre fue bueno —decía.

Sólo pude sentarme a su lado y consolarla entre su llanto. O mejor dicho, únicamente pude abrazarla, dejando al cuerpo del animal entre los dos y consolarnos mutuamente, porque yo también me solté llorando.

Nos recostamos en la cama, abrazados y agotados de tanto dolor. Ella me preguntó—: Rodrigo ¿cómo imaginas que será la vida en quinientos años?

Tan triste estaba por la muerte del perro que llegué muy tarde al hospital aquella mañana de Abril. Para entonces, los médicos ya habían tenido una junta para discutir acerca del posible alcance de mis investigaciones e inventos. Más allá de mis enormes incentivos monetarios estaba la moral de continuar explorando posibilidades para curar otros problemas motrices.

—Para ser un hombre que no ha estudiado nada —dijo el doctor quitándose sus anteojos —parece un hombre muy ilustrado. Me sorprende ver a alguien con su capacidad.

Miré al resto de los integrantes en la mesa —no fui a ninguna escuela, —acepté —sin embargo, siempre estudié.

La sociedad en esas épocas había mutado a ser intolerable. Un hombre sin estudios que supiera tanto sólo podía ser un superdotado, y aún siendo un superdotado, lo cual no creo ser ni siquiera hasta la fecha, no era muy bien aceptado.

La envidia de mis colaboradores era notable, tanto, que incluso me quitaron el mérito de mi invención y se lo dieron a Guerra, le hicieron un homenaje, inauguraron una placa. Poco a poco comencé a perderme y a medida de los meses desaparecí. Me sustituyeron miles de nuevos inventos, irónicamente basados en los míos, que cambiaban la vida de la gente. Era una competencia impresionante de robots y maquinas que día a día se superaban unos a otros. La gente comenzó a olvidarme: mi momento había pasado.

No reaccioné como debí. No me retiré y dejé el campo fluir, comencé a perderme en esa competencia y a dejarme llevar por la corriente de inventores. Creé mis propios sistemas basados en una sola idea: Gino. No podía permitir, por más imposible que pareciera, que Eliza se escapara tal como lo hizo él.

Reparé cada centímetro de mi mujer. Si a penas se dañaba un dedo, una muñeca, un órgano, lo que fuera, la reparaba.

Terminé, la rehice por completo. La ciencia estaba de mi lado, después de todo. Estábamos completamente reparados, hechos el uno para el otro y reconstruidos para no perder ni un solo detalle. No quería dejar ir ni siquiera sus pestañas de abanico, sus uñas largas, sus piernas alargadas, esbeltas, móviles y perfectas.

Estaba en la cumbre de nuevo, había logrado la corrección de los defectos humanos. Errores en un sistema que yo no aceptaba, que mi mente refutaba ¡había creado seres admirables! La prensa me amó de nuevo, me llamaron día y noche y no podía parar de contarles acerca de mí, de mis descubrimientos y sobretodo de mi ambición.

Y cuando menos me di cuenta, sin preverlo siquiera, envejecí.

Decidí que Eliza y yo deberíamos volver a la casa en la playa juntos. La llevé conmigo, insistió en que fuéramos en su auto blanco y que condujera yo.

Nos sentamos a la orilla y nos abrazamos. La acerqué a mí, cuando estaba con ella en la hamaca, cuando acerqué mi oído lo suficiente para escuchar su corazón y acariciar su mano, le pregunté—: Eliza ¿cómo piensas que será la vida en quinientos años más?

Y llena de nostalgia como siempre, con la única parte de su cuerpo que yo no había tocado, me miró. Al principio tardó un poco en responder hasta que al fin sus palabras me hicieron ver la realidad. Acarició mi rostro —en quinientos años, Rodrigo, estaremos muertos —dijo.

Seguía siendo ella, a pesar del metal, de las nuevas piezas, de su corazón bombeando, de sus nuevas venas y de su piel renovada: seguía siendo ella. No importa lo que muchos dijeran, para mí seguía siendo ella.

__

En Abril del mismo año, en día turbio y doloroso, comprobé la realidad. No lo creí hasta que me entregaron las pocas cenizas de lo que quedaba de su cuerpo fuera de ser metal. Había pasado el tiempo. Estaba muerta. Médicamente muerta. Físicamente muerta. Civilmente muerta.

No escucharíamos más el ruido de las olas, no correría más cual niña tras ellas, no pasearíamos más al perro en su auto blanco. No presumiríamos más ante la prensa.

Se había asfixiado, efímeramente, con tanta fragilidad que ni me di cuenta, la chispa que iluminaba mi ser. Esa pequeña llama que, ninguna ciencia, habría logrado descifrar. Esa minúscula parte, oculta e imposible de reparar ni con el más osado de los estudios.

Tiré sus cenizas al mar en San Andrés. Si su espíritu vivía, tendría que ser en San Andrés.

En mi cartera miré la foto de Eliza feliz y joven a los veinticinco años. Era un hombre exitoso, había logrado que ella caminara: pero por posible todo, había logrado que ella fuera feliz siempre.

Estaba viendo nuestra foto cuando descubrí un papelito blanco que sobresalía amarillento por el tiempo: la tarjeta de la reportera amable, tranquila y prudente de ojos rasgados, la que me había visitado la primera vez en el hospital. Sonreí.

Le llamé.

La recibí en mi casa a las siete de la tarde. Si alguien debía decir la trágica noticia era ella, se la debía.

Colocaron el equipo alrededor nuestro. Me encontraba mirando fijamente hacia la cámara, y hablé con sinceridad. Mis palabras se transmitían por todo el mundo.

—Lo más difícil— confesé —fue comprender que la vida es vida, con sus imperfecciones, con sus defectos humanos y el dolor de nuestras almas. Me pensé capaz de refinar la vida, de evitar los decesos, de parar el tiempo y sin darme cuenta lo que deseaba era lograr la inmortalidad. Logré perfeccionar el cuerpo, pero no la vida.

Cuando la cámara se apagó, nadie dijo nada. Ni ella, ni los asistentes, ni nadie.

—Existe una línea delgada entre el impulso al bien ajeno y el egocentrismo en busca de reconocimiento. Pensaba en ella, siempre fue por ella, pero en el fondo, muy en el fondo de mi corazón, también lo hice por mí —dije. La reportera, en un pequeño movimiento casi cómplice asintió. Sentí, como hace tiempo no sentía, un fuerte alivio de que alguien más me comprendiera.

Luego de eso, ella levantó su bolso; los miembros de la producción tomaron sus cosas y ella se acercó. Puso su mano en mi hombro y asintió, como si agradeciera.

Y ese día, después de la entrevista, sólo decidí existir y vivir los años que quedaran, tal y como seguramente vivirán los hombres en quinientos años.

-Fin-

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Un paso para la imaginación